Los residuos eléctricos y electrónicos (*RAEE), son el flujo de residuos que más está creciendo en el mundo.
Según la E-waste Monitor de la ONU de 2024, en 2022 se generaron globalmente 62 millones de toneladas de estos residuos. La vida útil de los dispositivos electrónicos es muy corta, puesto que están diseñados bajo el modelo del Norte Global de consumo rápido y renovación constante. Este sistema incentiva la obsolescencia programada cada vez con más frecuencia para aumentar las ventas y beneficios.
Esta dinámica de descarte genera grandes cantidades de residuos electrónicos, que continúan incrementando con la popularización de la tecnología de consumo. En el estado español, por ejemplo, se producen unos 19 kg de desechos electrónicos por persona cada año y, en cambio, solo se recicla debidamente alrededor de un 40%.
Una vez los dispositivos son descartados, una parte de estos son enviados a países del Sur Global. Esta exportación, por un lado, fomenta un sector de reparadoras que hacen una gran tarea consiguiendo volver a poner en el mercado aparatos reacondicionados. A pesar de esto, también se producen exportaciones en las cuales se mezclan aparatos reparables con aparatos no reparables, es decir basura.
Cuando en el país de destino las infraestructuras para la gestión de esta basura son insuficientes, aparece un sector informal, que manipula los residuos en condiciones peligrosas, sin la tecnología y protecciones necesarias para minimizar los efectos nocivos de sustancias tóxicas presentes en muchos componentes electrónicos, como el plomo. Estos materiales, cuando no se tratan adecuadamente, contaminan el suelo y el agua, afectando la biodiversidad y causante problemas de salud en las poblaciones locales.